© Proporcionado por Arte Gráfico Editorial Argentino S.A. Apertura Especial Mafalda 55 años
¿Cuánto mide una autobiografía? Tal vez pueda sintetizarse en una viñeta. Hay una de Mafalda en la que Guille, con las paredes de toda la casa recién garabateadas, le pregunta a su madre, que mira el paisaje atónita: “¿No es increíble todo lo que puede tened adentro un lápiz?”. Algo de eso habrá sentido Quino la noche de 1935 que sus padres lo dejaron a él y a sus dos hermanos al cuidado de su tío para ir al cine.
Ese tío, pintor y dibujante publicitario, decidió que entretendría a sus sobrinos haciéndoles dibujos. Quino tenía tres años y esa noche mendocina supo que él también dibujaría. Incluso con toda esa determinación, era imposible saber que sus viñetas se traducirían a más de 35 idiomas y que, sólo de la mano de su creación más inagotable, lograría que uno de cada dos argentinos tuvieran un libro suyo. Poner en números el legado de Quino, que murió hoy a los 88 años tras haber sufrido un ACV la semana pasada, es más un vicio periodístico que un acto de justicia: ni esos números -ni estos 16.000 caracteres- alcanzan.
Pero para que esa obra cobrara notoriedad faltaba tiempo. Antes, a los 6 años, Quino decidió que se dedicaría a las historietas. Y cuando notó que para eso tenía que saber leer y escribir, soportó ir a la escuela primaria: no le gustaban las clases y era demasiado tímido como para hacer amigos.
A los 9 hizo un pacto con la madre: ella accedió a que él dibujara sobre la mesa de álamo de la cocina si él la cepillaba cada vez que terminaba. A los 10 se enamoró de Mirtha Legrand y cuando tenía 12 su mamá, andaluza y republicana, murió de un cáncer largo.
Se murió Quino. Toda la gente buena en el país y en el mundo, lo llorará.
— Daniel Divinsky (@DanielDivi1) September 30, 2020
Tres años después, de un infarto repentino, murió su papá, andaluz y republicano. La casa familiar, organizada alrededor de la radio en la que se escuchaban noticias sobre la Guerra Civil española y de la abuela que contaba historias comunistas, quedó disuelta: Quino volvió a quedar al cuidado de su tío. Ya había abandonado la Escuela de Bellas Artes de Mendoza porque las clases teóricas lo aburrían.
En casa de su tío, dibujó las historietas que traería a Buenos Aires la primera vez que probó suerte, cuando tenía 19 años. Ni diarios, ni revistas, ni agencias publicitarias se interesaron, así que volvió a su Mendoza natal e hizo la colimba. Pero con más dibujos y plata que le prestó uno de sus hermanos mayores, se le animó de nuevo a Buenos Aires: vivía en pensiones en las que compartía habitación con tres o cuatro personas. Cuando las cosas le iban un poco mejor, pasaba a alguna habitación con menos compañeros.
El 9 de noviembre de 1954, cuando Quino tenía 22 años, la revista Esto es publicó un primer dibujo suyo -por el que le pagaron 30 pesos moneda nacional- y lo definió así: “Revélase un nuevo dibujante argentino de penetrante ingenio en la línea lacónica”.
Ese laconismo lo acompañaría siempre. Lo plasmaba en tiras como aquella en la que la hoz y el martillo alzados por dos monjes que trabajan la tierra se cruzaban en el aire y ponían el grito de su superior religioso en el cielo. O la emblemática conversación en la que Mafalda le enseña a Miguelito que la cachiporra de un policía es el “palito de abollar ideologías”.
O cuando, sin que medie una sola palabra escrita, Quino pone a una señora refinada a darle instrucciones a su mucama y, al volver al living se encuentra con que han sido ordenados hasta los personajes de su reproducción de Guernica: esa fue una de sus viñetas preferidas.
El dibujante y humorista gráfico tenía su propia reproducción de Guernica en una de las paredes de su estudio: es que Picasso era el artista que Quino habría querido ser si no hubiera sido el artista que fue. También fue lacónico en su vida: por años hubo en ese mismo estudio un cartel que decía “Por razones de timidez no se aceptan reportajes de ninguna índole”. En alguna entrevista, hace varias décadas, dijo: “Elegí dibujar porque hablar me cuesta bastante”.
De Esto es, en 1957 pasó a Rico Tipo, donde publicó viñetas políticas y se acercó a Divito, uno de los dibujantes a los que más admiró: durante años el sueño de Quino había sido pasar a tinta los dibujos originales de su ídolo. Poco después, en 1962, Miguel Brascó lo presentó en la agencia publicitaria Agens.
Allí buscaban a alguien que dibujara la historieta que la línea de electrodomésticos Mansfield -de Siam Di Tella- estaba por lanzar al mercado. La ofrecerían gratis a los diarios y las revistas, y el dibujante tenía que cumplir con dos condiciones: el nombre de quien protagonizara la tira debía empezar con “MA”, como la marca, y debía mostrar la vida de una familia argentina de clase media. Quino se acordó de una beba llamada “Mafalda” que aparecía en la película “Dar la cara”, guionada por David Viñas, y nombró así al personaje de ficción más popular que se haya inventado en la Argentina.
Mansfield nunca lanzó la campaña, pero, a nuestro favor, lo hecho, hecho estaba. Así que cuando Julián Delgado, un amigo que Quino se había hecho en San Telmo y que era un poco panadero y otro poco periodista, le preguntó si no tenía algunos dibujos para publicar en el semanario Primera Plana, Quino abrió el cajón y de allí salió la nena que empezaba con eme.
La primera viñeta de Mafalda se imprimió en el ejemplar del 29 de septiembre de 1964, un año después de que su autor publicara su primer libro con tiras compiladas, Mundo Quino. La última viñeta de Mafalda fue publicada por Siete Días Ilustrado casi diez años después, el 25 de junio de 1973. Para ese entonces, con obras que no tenían que ver con “La Mafalda”, como su inventor cuyano le decía, Quino había publicado otros dos libros: “A mí no me grite¨ y “Yo que usted…”.
Fueron 1.928 tiras protagonizadas por la nena que, más de cincuenta años después, se imprime en libros históricamente editados por De la Flor en castellano, pero también en inglés, en coreano, en italiano, en finlandés, en francés, en hebreo, en alemán, en noruego, en guaraní y siguen los idiomas. La nena que hizo que a las nenas argentinas, cuando hacen preguntas de esas que un poco inoportunan y otro poco enorgullecen a sus adultos más próximos, les digan “Mafaldita”. La amiguita de la nena que quiere tener muchos hijitos y un marido y ningún empleo fuera de casa y que todavía apoda “Susanita” a una mujer que aspira a atender a una familia numerosa. La nena que, cuando fuera grande, tendría un cuarto propio. La morocha argentina que más se estampa en tazas, en remeras, en agendas, en señaladores y en mates que se venden en ferias de artesanos y en aeropuertos internacionales. La nena que queremos que sea el pedacito de país que se lleve quien venga a conocerlo.
Apenas empezó a idear la campaña para Mansfield, Quino había pensado un hermano mayor para esa familia de clase media que saca un crédito para comprar su primer auto, que se esfuerza hasta alcanzar las vacaciones en el mar argentino, que hace base en la escuela pública, que tiene un padre que cada tanto compra pastillas para calmar los nervios, una madre que vuelve escandalizada del supermercado porque los precios no dan tregua y una hija que advierte a esa madre rodeada de ropa para lavar y planchar y le pregunta qué haría si viviera. Mafalda iba a tener un hermano mayor pero su autor consideró que el protagonismo exclusivo debía recaer sobre una mujer. “Las mujeres son más avispadas”, dijo en una entrevista, y contó también que el movimiento de liberación de las mujeres durante los años sesenta lo llevó a tomar esa decisión.
En los casi diez años en los que Quino dibujó a Mafalda, a su familia y a sus amigos hasta que el miedo a repetirse le hizo dar por cerrada esa etapa artística, pasaron cosas. Algunas: el primer libro que compiló las viñetas y que editó Jorge Álvarez agotó su tirada en dos días, lo que implicó que la primera tirada del segundo libro fuera de 30.000 ejemplares; Quino hizo dibujos free-lance-pre-monotributo para agencias que querían publicitar camisas, lapiceras y alfombras y se compró libros de Sigmund Freud para entender más en profundidad sus ideas sobre el humor y chiste; compró también los libros de lectura de los chicos de la edad de sus personajes para saber qué aprendían en la escuela. Brascó volvió a intervenir, cuando gestionó que el diario El Mundo publicara Mafalda luego de que Primera Plana impidiera su publicación en un diario cordobés y Quino se enojara; el canal 11 de la TV argentina hizo debutar a Mafalda en TV y a su autor le pareció “una versión edulcorada” de su personaje; Quino supo que Felipe era el personaje con el que más se identificaba por ese sufrimiento invivible a la hora de ir a la escuela, que Manolito era el que más lo divertía, y que Miguelito era, por su dulzura, al que más quería. Supo también que no volvería a hacer otra tira con personajes porque -diría años después- “es una esclavitud muy grande”. Tal vez esa sensación lo llevó a autorretratarse vestido con un traje de preso que, en vez de rayas, tenía viñetas.
Durante esos años, Alicia Colombo, la doctora en Química con la que Quino se había casado a los 27 años, preparó el desayuno antes de irse a trabajar a la Comisión Nacional de Energía Atómica. Quino leía el diario: primero las noticias de política internacional, después las historietas y las críticas de cine y música. Las cartas de lectores eran una fuente de inspiración: “Marcan la pauta de la vida cotidiana”, dijo alguna vez. La Biblita también lo inspiraba: las escrituras, decía, “tienen todo: sexo, corrupción, política, violencia”. Alicia y él, que estuvieron juntos hasta la muerte de ella en 2017, no tuvieron hijos. “Tengo miedo. Miedo de arruinarle la vida a alguien que ni le he pedido permiso para crearlo… No podría estar nunca seguro de no equivocarme”, respondió cuando le preguntaron por qué. Con las mismas dudas, alguna vez dijo: “Creo que soy ateo, pero no estoy seguro”. Pero fue menos inseguro al proclamarse antiperonista durante el último gobierno de Perón.
Después de que Mafalda dejara de publicarse como tira diaria también pasaron cosas. El franquismo, que había ordenado tapar la portada de sus libros en España, usó la imagen de Guille para hacerse propaganda: Quino hizo público su enojo. Cuando José López Rega era ministro de Bienestar Social le hizo saber al artista que quería que Mafalda fuera la imagen de una campaña de prensa. Quino se negó. Pocos días después, un grupo armado rompió la puerta del ascensor de su departamento: él y Alicia viajaron a Milán, de donde fueron y vinieron durante años. Además de un exilio, esa partida fue para Quino una forma de viajar de invierno a invierno para que los bichitos de luz no revolotearan sobre sus hojas de trabajo. Y una forma de vivir a siete cuadras de “La última cena”, de Leonardo, a la que visitaba alguna vez por semana. Fue en esa ciudad italiana en la que Umberto Eco, varios años después, fue el maestro de ceremonias durante el 30° cumpleaños de Mafalda. Y fue desde esa ciudad que Quino, excepcionalmente, desempolvó a su criatura para ilustrar la edición internacional que lanzó Unicef de la Declaración de los Derechos del Niño. Volvió a dibujarla el 17 de abril de 1987: era el Viernes Santo del levantamiento carapintada en Campo de Mayo. “¡Sí a la democracia! ¡Sí a la Justicia! ¡Sí a la libertad! ¡Sí a la vida!”, dice Mafalda, subida a su banquito de hacer proclamas, en la última viñeta de esa tira.
Para ese entonces, Quino llevaba siete años publicando sus historietas en Clarín. En sus páginas dibujó, por ejemplo, una pareja en la que el novio sonríe con entusiasmo y la novia, vestida de blanco, luce contrariada y tiene en la mano un ramo que no se arma con flores sino con enchufes que llevan a una licuadora, un lavarropas, una plancha y una tostadora. En 2009, en Viva, escribió una carta que tituló “Hasta luego, amigos”: se despedía ante el temor de repetirse, tal como le había pasado con Mafalda. “Considero esta actitud como la más honesta que puedo asumir en este momento”, contó en su texto. Ya había publicado otros dieciséis libros que condensan su humor gráfico más allá de los libros de Mafalda. Ya había dibujado en Avivato, Tía Vicenta y Panorama.
¿Cuánto mide una trayectoria? Quino fue el primero de los argentinos en ser distinguidos con la Medalla del Bicentenario. Fue reconocido por la Ciudad de Buenos Aires, por la Provincia de Buenos Aires y por su Mendoza natal. Recibió el Konex de Platino. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara lo premió con La Catrina, su reconocimiento a la Historieta. La Universidad de Alcalá de Henares le dio el Premio Quevedos, de los más importantes para el humor gráfico hispanoamericano. El Festival Internacional de Cómic de Angulema organizó el 50° aniversario de Mafalda. España le dio el Premio Príncipe de Asturias.
Y sin embargo, la vara más certera para medir a Quino como artista se adivinaba en la serpiente humana que ocupaba los pasillos de cualquier feria del libro en la que se sentara, latita de cerveza fría y fibrón negro mediante, a recibir a sus lectores: les daba un beso, se sacaba una foto y firmaba sus libros. Esas filas -esa trayectoria- no medían metros sino generaciones.
Mafalda fue corto animado y largometraje televisivo. Fue envoltorio para caramelos ácidos y juego para computadora cuando los juegos venían en diskettes. Fue propuesta como Ciudadana Ilustre porteña en 1988 pero, dada su condición de ficción, el proyecto no fue aprobado. Fue cara de campañas para promover la lactancia materna. Es mural en el pasaje que conecta el subte A con el D, junto a Florencio Molina Campos y Hermenegildo Sábat y Luis Benedit, y una plaza en Colegiales lleva su nombre. Cuando se cumplieron cuarenta años de su creación, cada uno de los diez libros que compilan sus viñetas diarias llevaban, sólo en Argentina, dos millones de ejemplares vendidos. Tiene estatua en Chile y Defensa, a media cuadra del edificio en el que Quino vivió con Alicia y que le dibujó de puerta de entrada a ese departamento al que todos hemos entrado.
Para su creador -esta necrológica no dirá “para su padre”, mote que Quino rechazaba al decir que para algo le había inventado un padre a la criatura-, Mafalda fue el mayor motivo para que sus lectores lo quisieran e hicieran fila para hacérselo saber. Fue también, decía el artista, el mayor motivo para que todas sus otras obras no recibieran tanta atención. “No era mi intención que Mafalda durara tanto tiempo. Yo esperaba que el mundo mejorase, pero la política liberal está convirtiendo a los ricos en cada vez más ricos, y a los pobres en cada vez más pobres”, dijo en 1999 a Folha de Sao Paulo. La reflexión, tanto tiempo después, parece intacta.
Una vez, en una película china, Quino vio cómo uno de los personajes se metía en un negocio a quejarse de que le habían rebajado su botella de licor con agua. Pensó enseguida en la viñeta en la que hizo que Manolito aprovechara la caída de cera de limpiar el piso sobre una lata de dulce de membrillo para remarcarle el precio: más brilloso parecía de mejor calidad. Supo, en ese instante, que en esas avivadas que pueden ocurrir en el gigante asiático o en un almacén porteño residía buena parte de su masividad global. Había pintado su aldea, y se enteró sentado en el cine de que había pintado el mundo.
Otra vez, a Julio Cortázar le preguntaron qué pensaba de Mafalda y respondió: “No tiene ninguna importancia lo que yo piense de Mafalda. Lo importante es lo que Mafalda piensa de mí”. Es que la nena que venía a inocularnos electrodomésticos terminó por dibujarnos la línea que separa el bien del mal. Porque la vimos despeinada y en pijama al grito de “¡Buen día! ¿Ya se han abolido las injusticias terrestres?”, o sentada al lado de la radio que trae noticias angustiantes de la guerra de Vietnam, o de nuevo sobre su banquito, diciendo: “Quiero felicitar a los países que conducen la política mundial”, y en la viñeta siguiente remata:” Así que espero que alguna vez haya motivos”. Un personaje de ficción se convirtió en el espejo en el que mirarse. Pensar como Mafalda -o pensar como pensamos que Mafalda habría pensado- se volvió aspiracional. Nadie nos inventó lo que nos inventó Quino: una vara para intentar ser mejores que ya pasó los cincuenta años y que no ha encontrado reemplazo. Todo eso estaba adentro de su lápiz. Nada menos.
Fuente: Clarín